Seguramente el encanto de lugares como Marvâo reside en lo remoto de su emplazamiento, o al menos es ese aislamiento lo que ha permitido que se conserve sin apenas variaciones en los últimos siglos como lo que es, un pequeño pueblo encaramado en un risco en la frontera entre Portugal y España. Es, desde 2000, junto a las sierras escarpadas que lo rodean, candidato a formar parte de la lista de Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, lo que da una idea de que el entorno que vamos a encontrar efectivamente sí merece una visita. Otra pista es que el New York Times lo incluye en la lista de los 1.000 lugares que hay que ver antes de morir. Y si lo es para un neoyorquino, que tiene que cruzar un océano para verlo, ¿qué excusa vamos a poner nosotros?
Llegar no es del todo cómodo, ya que a Marvâo sólo se puede acceder por una única carretera que remonta la ladera de la sierra de Serra de Sâo Mamede, que separa Portalegre y Castelo de Vide (en la subregión del Alto Alentejo, Portugal), de Valencia de Alcántara (Extremadura). Por el lado español, la carretera (N-521) parte de Cáceres, dejando a su izquierda la Sierra de San Pedro mientras se dirige al occidente.
Es, obviamente, un bastión militar, pues no puede haber otro motivo aparente para situar una población en un risco tan alejado de las tierras más productivas, pero al contario de lo que podamos creer, no tiene tanto que ver con la línea de frontera hispanolusa como con revueltas del siglo IX entre los dirigentes musulmanes que entonces dominaban la zona. El propio nombre, al parecer, proviene del de un emir llamado Iban Marwan.
Seguramente el pueblo no necesite más de un día para ser visto, pero no se debe desaprovechar la ocasión de pernoctar en alguno de los varios alojamientos (necesariamente) rurales del pueblo, desayunar y darse un paseo matutino hasta el Castillo para disfrutar de la panorámica cuando el sol todavía no está en su apogeo y las sombras aún matizan el paisaje. Desde las almenas del castillo (cuya visita es de pago, pero no muy cara), se dominan decenas de kilómetros a la redonda, sobre todo hacia el lado extremeño, pues la frontera se encuentra a no más de cuatro o cinco kilómetros en línea recta.
Además del castillo, un ejemplo de la influencia que trajeron los cruzados de oriente y que recuerda al templario 'Krak des Chevaliers', en la todavía Siria, el tiempo de la visita puede dedicarse al paseo desorientado. No estará de más llevar calzado cómodo y algo de energía en las piernas, pues si hay dos cosas que escasean en Marvâo son el asfalto y el terreno llano. A cambio, uno puede disfrutar de cuestas de adoquines y casas de piedra encaladas primorosamente en un conjunto conservado y orientado, ahora ya, qué remedio, hacia el turismo. Porque si hay una cosa que llama la atención es que apenas encontraremos nada en el conjunto, al margen de concesiones como luz eléctrica y terrazas para tomar cafés con vistas, que no sea propio de otro tiempo.
En el pueblo, eminentemente turístico, abundan los restaurantes (ojo a los horarios portugueses y al cambio de hora si venimos desde Cáceres) y no es difícil encontrar dónde comer por un precio razonable, aunque los establecimientos sean del tipo rural, pero más bien de gama media/alta.